I wish you were in this room with me right now.
I wish I could put my arms around you. I wish I could touch you.
Le susurraba Theodore a su nuevo sistema operativo.
Her no es una historia de amor convencional. Spike Jonze nos plantea una visión concernista de las relaciones humanas, tópico que ya vimos en I’m Here
(2010), uno de sus trabajos anteriores a este film del 2013. Además de
cortos, anuncios publicitarios, programas de televisión y videoclips, Jonze ha firmado películas del calibre de Being John Malkovich (1999), Adaptation (2002), ambas escritas por el talentoso guionista Charlie Kaufman, y Where the Wild Things Are (2009), basada en el libro infantil homónimo de Maurice Sendak. Todos sus filmes están dotados de una visión del mundo única, sensible y muy personal. Y Her no es una excepción.
En un futuro no muy lejano, la tecnología ha evolucionado hasta el
punto de fusionarse con el hombre, adaptándose a la perfección a sus
necesidades y antojos. La gran urbe refleja este desarrollo, y se ha
convertido en un espacio utópico, cálido y táctil. Sin embargo, las
personas que la recorren siguen siendo frágiles y emocionalmente
dependientes. Theodore Twombly (Joaquin Phoenix) es un
buen ejemplo de ello. Theodore es un sensible y pusilánime escritor que
pasa por un amargo divorcio. Su vida da un giro inesperado cuando se
enamora de un sistema operativo de asombrosa inteligencia artificial,
una voz que responde al nombre de Samantha (Scarlett Johansson),
y que además de organizar su correo, corregir las faltas ortográficas
de sus cartas y recordarle reuniones, es capaz de comprender sus más
profundos pesares.
Todos los elementos que componen la película conviven en harmonía,
creando así una atmósfera homogénea que nos invita a entrar de lleno en
el juego que propone el director.
¿Qué pasaría si alguien se enamora de una inteligencia artificial? Esta es la idea germen que impulsó a Spike Jonze
a escribir el guión que le valdría su primer Oscar. Una escritura
impecable a la par que sencilla, sensible y emotiva que basa su
potencial en el poder de la palabra para evocar un puzle de sentimientos
con los que fácilmente sentirse identificado. Otro aspecto fundamental
para conseguir ese peculiar entorno es el trabajo de ambientación que
corre a cargo de un copioso departamento artístico, el cual ha cuidado
al detalle un vestuario y decoración de interiores que recuerdan al
neoplasticismo. Asimismo, se han acercado a la arquitectura futurista
combinando planos exteriores rodados entre Shanghái y Los Ángeles.
Tampoco se quedan atrás música y fotografía, que en esta ocasión se dan
estrechamente la mano para contagiarnos, aún más si cabe, de toda esa
sensiblería que impregna la película.
Pero lo más importante de Her es el mensaje que se vislumbra hacia el final del film.
Se trata de una advertencia ejemplificada a través de una severa
crítica al comportamiento humano, y más concretamente, a la manera de
relacionarnos entre nosotros. Una crítica al creciente vínculo entre el
hombre y la máquina, y las desastrosas consecuencias que esto puede
tener en un futuro.
Aunque a veces roce lo remilgado, Her
contrapone esa atmósfera cálida y agradable dónde el hombre dispone de
todas las herramientas para ser feliz, con el mundo interior gélido de
los personajes, lo cual les impide llegar a esa meta. De esta manera, se
nos recuerda el poder del cine para contar historias sobre algo tan
complejo y único como son los sentimientos humanos.
Y es que al final, sólo nos tenemos los unos a los otros.
Lo más interesante, sin duda, de Her radica en esa apetencia de
Jonze en retratar lo absurdo que puede resultar tanto el intelecto como
el carácter humano, especialmente, si se pone en frente de un ente mucho
más avanzado, como acaba resultando la propia evolución de Samantha
-así se llama el S.O.-. En ese baile que va del pintoresco
romance entre dos seres que pertenecen a mundos físicos ajenos a la
pesadilla ultratecnológica que conlleva una sociedad sometida a los
poderes de un otro intangible, es cuando Her se descubre como una película ciertamente importante.
La duda radica en si dicho alambicado discurso es capaz de sostener las
grandes cantidades de melaza sentimental encuadradas en planos de
ínfula etérea con los que Jonze se empeña en retratar la historia. Por
eso es tan fácil sentir un amor irrevocable por esa voz que parece
desentrañar el patetismo de la conducta humana como quien disecciona un
cadáver con un bisturí, y por eso también resulta tan reprobable todos
esos continuos flash-backs de la “mejor vida” que llevaba el
protagonista junto a su ex mujer (la sombra de Malick sigue
distorsionándose) o las secuencias destinadas a conmover al espectador
de un naïf fácilmente condenable (ukelele en mano).
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