Como una metáfora del sentido de la resurrección,
que supone un nuevo comienzo de todo lo que ya ha sido, La piedra que era
Cristo vuelve a contar la vida de Jesús de Nazaret por primera vez. Todo es
nuevo en esta novela: el ambiente, las parábolas, el suplicio, la fe, la
angustia y la pasión, porque el autor ha logrado narrar los complejos eventos
desde dentro del alma de los personajes.
Sin quitarle peso a la figura de Cristo, Miguel Otero Silva nos muestra cómo el anuncio y llegada del Mesías trastocaron de un modo dramático la vida de aquella gente sencilla: pescadores, artesanos y pastores que habitaban los parajes a donde Jesús llevó su prédica. Pero también asistimos al estremecimiento espiritual de figuras sublimes como Juan El Bautista, cuya biografía viene a ser gran tragedia dentro de la novela y nos asoma a las miserias de un orden despótico que se imponía sin piedad al mundo entero. De este modo, aquellos que fueron testigos de las horas del Hijo del Hombre, adquieren para el lector una vida íntima que queda expuesta en su humanidad más sentida.
Sin quitarle peso a la figura de Cristo, Miguel Otero Silva nos muestra cómo el anuncio y llegada del Mesías trastocaron de un modo dramático la vida de aquella gente sencilla: pescadores, artesanos y pastores que habitaban los parajes a donde Jesús llevó su prédica. Pero también asistimos al estremecimiento espiritual de figuras sublimes como Juan El Bautista, cuya biografía viene a ser gran tragedia dentro de la novela y nos asoma a las miserias de un orden despótico que se imponía sin piedad al mundo entero. De este modo, aquellos que fueron testigos de las horas del Hijo del Hombre, adquieren para el lector una vida íntima que queda expuesta en su humanidad más sentida.
Nada, por otra parte, ha sido alterado; el relato es fiel al evangelio, mientras que el lenguaje rescata, incluso, el tono arcaico de la Biblia y la musicalizada propia de su estructura narrativa. Gracias al arte de la literatura, el lector tiene una nueva vía para explorar la inquietante dimensión humana de un relato que no parece agotar sus profundos significados.
Miguel Otero Silva (1908-1985)
fue uno de los fundadores del Partido
Comunista de Venezuela en 1937, y también del diario El Nacional de Caracas en 1943.
Pertenecía en realidad a la élite venezolana, como otros fundadores del PCV.
Aunque es conocido fuera de Venezuela sobre todo por sus novelas, también fue
poeta y humorista, a veces muy anticlerical. Su último libro, publicado el
mismo año de su muerte, fue sin embargo una vida de Jesús más centrada en las
experiencias que en los hechos: La piedra que era Cristo. Fue
publicado en España por Plaza & Janés, ahora en Random House Mondadori.
Es un gran
libro, difícil de conseguir nuevo pero más fácil de comprar usado. En la
celebración de la Resurrección de
Jesús, transcribimos para quienes no lo conozcan sus tres últimas páginas:
María Magdalena no se ha movido de
su sitio al pie de la cruz. Uno de los soldados de Pilato alancea
al crucificado en un costado y de la herida sólo fluyen las últimas gotas de
sangre y el agua de la muerte. Dos servidores del muy rico y generoso José de Arimatea descienden el
cadáver y se lo llevan a enterrar en un huerto cercano. María
Magdalena y las cuatro mujeres que la acompañan los siguen hasta el
sepulcro y se marchan luego a sus casas, a preparar perfumes y aromas para ungirlo.
María Magdalena subirá de nuevo al
Gólgota, guiada por la sed de volver a ver al amado de su alma. Él ha
resucitado y ella lo sabe. La historia de Jesús no puede concluir en tanta
derrota, tanta desolación y tanta tragedia estéril. Es necesario que él se
imponga a la muerte, que él venza a la muerte como ningún hombre la ha vencido
jamás, de lo contrario será una fábula inútil su vida maravillosa, y la semilla
de su doctrina irá a consumirse sin germinar, entre peñascos y olvido. Él ha
anunciado la presencia del reino de Dios, y el reino de Dios nacerá de su
muerte como nacen de la noche las lámparas insólitas del alba. Con su
resurrección, Jesús de Nazaret vencerá
al odio, a la intolerancia, a la crueldad, a los más encarnizados enemigos del
amor y la misericordia. Junto con él resucitarán todos aquellos a quienes él
amó y defendió: los humillados, los ofendidos, los pobres cuya liberación jamás
será cumplida si él no logra hacer añicos las murallas que tapian su muerte.
María Magdalena encuentra desquiciadas
las piedras de la tumba y no halla en el recinto del sepulcro el cuerpo de
Jesús. La discipula se sienta perpleja sobre la hierba del jardín que se
extiende alrededor de la roca donde fue enterrado el Maestro. De pronto oye
unos pasos, y una voz que ella supone ser la del jardinero le dice: «¿Por qué
lloras mujer? ¿A quién buscas?» Ella le responde: «Han tomado el cuerpo de mi
Señor y no sé dónde lo han puesto; si te lo has llevado tú, dime dónde lo has
puesto, y yo correré a buscarlo.» Pero no es el jardinero el que habla sino el
propio Jesús; nunca vio nadie
sobre la tierra algo más blanco que la blancura de su ropaje; en sus ojos
fulgura la luz intemporal de quien se ha asomado por un instante a la
eternidad; a causa de esa mirada ella no lo había reconocido. Entonces la voz de Jesús dice: «¡María!», y ella responde: «¡Maestro!», y quiere echarse a sus pies
para besarlos. Pero Jesús la detiene y le dice: «No me toques porque aún no he
subido al Padre. Anda a decir a mis hermanos que me has visto.»
En la noche
corre a dar aviso a los apóstoles, tal como Jesús se lo ha ordenado. Tan solo María Magdalena sabe dónde se
esconden. Se esconden en las afueras de Jerusalén, en una casa con las puertas
atrancadas, abatidos por una pena sin esperanza. Ella les da la buena nueva,
les cuenta el prodigio que ha visto, pero ninguno de los once la cree. Tomás, el marinero de la barba bermeja y
cuadrada, dice: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto mis
dedos en los huecos que esos clavos dejaron, si no palpo la herida del costado,
no creeré.»
Bartolomé, el que se sabe de memoria el
Eclesiastés, dice que las mentiras y la fantasía de las mujeres les han
extraviado siempre el camino a los hombres. María
Magdalena repite entre sollozos las palabras que Jesús le ha dicho
en el jardín, pero ellos se obstinan en no creerle. Finalmente logra persuadir
a Pedro, tan sólo a Pedro, a
quien Jesús le ha encomendado la continuidad de su obra y le ha dado las llaves
de las épocas futuras.
Pedro, consciente ya de la fuerza
universal que brotará del pecho de Jesús resurrecto y glorificado, acompaña a
la mujer hasta el Gólgota. El más preeminente de los apóstoles de Cristo y la
más rendida de sus discipulas, suben juntos a ver el sepulcro vacío y las
mortajas abandonadas. Por el camino en ascenso, María
Magdalena le va diciendo a Pedro:
Ha resucitado para que así se cumplan las profecías de
las Escrituras y adquiera validez su propio compromiso. Ha resucitado y ya
nadie podrá volver a darle muerte. Aunque nuevos saduceos intentarán convertir
su evangelio, que es la espada de los pobres, en escudo amparador de los
privilegios de los ricos, no lograrán matarlo. Aunque nuevos herodianos
pretenderán valerse de su nombre para hacer más lacerante el yugo que doblega
la nuca de los prisioneros, no lograrán matarlo. Aunque nuevos fariseos se
esforzarán en trocar sus enseñanzas en mordazas de fanatismo, y en acallar el
pensamiento libre de los hombres, no lograrán matarlo. Aunque izando su
insignia como bandera se desatarán guerras inicuas, y se harán llamear hogueras
de tortura, y se humillará a las mujeres, y se esclavizarán razas y naciones,
no lograrán matarlo. Él ha resucitado y vivirá por siempre en la música del
agua, en los colores de las rosas, en la risa del niño, en la savia profunda de
la Humanidad, en la paz de los pueblos, en la rebelión de los oprimidos, sí, en
la rebelión de los oprimidos, en el amor sin lágrimas.
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